Don Santiago Ramón y Cajal, en sus palabras

Capítulo primero
Mis padres, el lugar de mi nacimiento y mi primera infancia
Nací el 1.º de mayo de 1852 en Petilla de Aragón, humilde lugar de Navarra, enclavado por singular capricho geográfico en medio de la provincia de Zaragoza, no lejos de Sos.1 Los azares de la profesión médica llevaron a mi padre, Justo Ramón Casasús, aragonés de pura cepa, y modesto cirujano por entonces, a la insignificante aldea donde vi la primera luz, y en la cual trascurrieron los dos primeros años de mi vida.


Fue mi padre un carácter enérgico, extraordinariamente laborioso, lleno de noble ambición. Apesadumbrado en los primeros años de su vida profesional, por no haber logrado, por escasez de recursos, acabar el ciclo de sus estudios médicos, resolvió, ya establecido y con familia, economizar, a costa de grandes privaciones, lo necesario para coronar su carrera académica, sustituyendo el humilde título de Cirujano de segunda clase con el flamante diploma de Médico -cirujano.

Sólo más adelante, cuando yo frisaba en los seis años de edad, dio cima a tan loable empeño. Por entonces (corrían los años de 1849 y 1850), todo su anhelo se cifraba en llegar a ser cirujano de acción y operador de renombre; y alcanzó su propósito, pues la fama de sus curas extendiose luego por gran parte de la Navarra y del alto Aragón, granjeando con ello, además de la satisfacción de la negra honrilla, crecientes y saneadas utilidades.


El partido médico de Petilla era de los que los médicos llaman de espuela; tenía anejos, y la ocasión de recorrer a diario los montes de su término, poblados de abundante y variada caza, despertó en mi padre las aficiones cinegéticas, dándose al cobro de liebres, conejos y perdices, con la conciencia y obstinación que ponía en todas sus empresas. No tardó, pues, en monopolizar por todos aquellos contornos el bisturí y la escopeta.

Con los ingresos proporcionados por el uno y la otra, pudo ya, cumplidos los dos años de estada en Petilla, comprar modesto ajuar y contraer matrimonio con cierta doncella paisana suya, de quien hacía muchos años andaba enamorado. Era mi madre, al decir de las gentes que la conocieron de joven, hermosa y robusta montañesa, nacida y criada en la aldea de Larrés, situada en las inmediaciones de Jaca, casi camino de Panticosa. Habíanse conocido de niños (pues mi padre era también de Larrés), simpatizaron e intimaron de mozos y resolvieron formar hogar común, en cuanto el modesto peculio de entrambos, que había de crecer con el trabajo y la economía, lo consintiese.

No puedo quejarme de la herencia biológica paterna. Mi progenitor disponía de mentalidad vigorosa, donde culminaban las más excelentes cualidades. Con su sangre me legó prendas morales, a que debo todo lo que soy: la religión de la voluntad soberana; la fe en el trabajo; la convicción de que el esfuerzo perseverante y ahincado es capaz de modelar y organizar desde el músculo hasta el cerebro, supliendo deficiencias de la Naturaleza y domeñando hasta la fatalidad del carácter, el fenómeno más tenaz y recalcitrante de la vida. De él adquirí también la hermosa ambición de ser algo y la decisión de no reparar en sacrificios para el logro de mis aspiraciones, ni torcer jamás mi trayectoria por motivos segundos y causas menudas. De sus excelencias mentales, faltome, empero, la más valiosa quizá: su extraordinaria memoria. Tan grande era que, cuando estudiante, recitaba de coro libros de patología en varios tomos, y podía retener, después de rápida audición, listas con cientos de palabras nombradas al azar. Con ser grande su retentiva natural u orgánica, aumentábala todavía a favor de ingeniosas combinaciones mnemotécnicas que recordaban las tan celebradas y artificiosas del abate Moigno.

Para juzgar de la energía de voluntad de mi padre, recordaré en breves términos su historia. Hijo de modestos labradores de Larrés (Huesca), con hermanos mayores, a los cuales, por fuero de la tierra, tocaba heredar y cultivar los campos del no muy crecido patrimonio, tuvo que abandonar desde muy niño la casa paterna, entrando a servir de mancebo a cierto cirujano de Javierre de Latre, aldea ribereña del Gállego, no muy lejana de Anzánigo.

Otro que no hubiese sido el autor de mis días, habría acaso considerado su carrera como definitivamente terminada, o hubiera tratado de obtener como ideal y remate de sus ambiciones académicas el humilde título de ministrante; pero sus aspiraciones rayaban más alto. Las brillantes curas hechas por su amo; la lectura asidua de cuantos libros de cirugía encontraba (de que había copiosa colección en la estantería del huésped); el cuidado y asistencia de los numerosos enfermos de cirugía y medicina que su patrón, conocedor de la excepcional aplicación del mancebo, le confiaba, despertaron en él vocación decidida por la carrera médica.

Resuelto, pues, a emanciparse de la modestia y estrechez de su situación, cierto día (frisaba ya en los veintidós años) sorprendió a su amo con la demanda de su modesta soldada. Y despidiéndose de él, y en posesión de algunas pesetas prestadas por sus parientes, emprendió a pie el viaje a Barcelona, en donde halló por fin, tras muchos días de privación y abandono (en Sarriá), cierta barbería cuyo maestro le consintió asistir a las clases y emprender la carrera de cirujano.

A costa, pues, de la más absoluta carencia de vicios, y sometiéndose a un régimen de austeridad inverosímil, y sin más emolumentos que el salario y los gajes de su mancebía de barbero, logró mi padre el codiciado diploma de cirujano, con nota de Sobresaliente en todas las asignaturas, y habiendo sido modelo insuperable de aplicación y de formalidad. Allí, en esa lucha sorda y obscura por la conquista del pan del cuerpo y del alma, respirando esa atmósfera de indiferencia y despego que envuelve al talento desvalido, aprendió mi padre el terror de la pobreza y el culto, un poco exclusivo, de la ciencia práctica, que más tarde, por reacción mental de los hijos, tantos disgustos había de proporcionarle y proporcionarnos.

Años después, casado ya, padre de cuatro hijos y regentando el partido médico de Valpalmas (provincia de Zaragoza), alcanzó el ansiado ideal, graduándose de doctor en Medicina. Cuento estos sucesos de la biografía de mi padre porque, sobre ser honrosísimos para él, constituyen también antecedentes necesarios de mi historia. Prescindiendo de la influencia hereditaria, es innegable que las ideas y ejemplos paternos representan normas decisivas de la educación de los hijos, y causas, por tanto, principalísimas de los gustos e inclinaciones de los mismos.


De mi pueblo natal, así como de los años pasados en Larrés y Luna (partidos médicos regentados por mi padre desde los años 1850 a 1856), no conservo apenas memoria. Mis primeros recuerdos, harto vagos e imprecisos, refiérense al lugar de Larrés, al cual se trasladó mi progenitor dos años después de mi nacimiento, halagado con la idea de ejercer la profesión en su pueblo natal, rodeado de amigos y parientes. Esas brumosas remembranzas tienen por escenario el taller de tejedor de mi abuelo materno, a quien, barajando hilos y lanzaderas, di hartas desazones. Porque al decir de mis parientes, era yo entonces un diablillo inquieto, voluntarioso e insoportable. En Larrés nació mi hermano Pedro, actual catedrático de la Facultad de Medicina de Zaragoza.


Cierta travesura cometida cuando yo tenía tres o cuatro años escasos, pudo atajar trágicamente mi vida. Era en la villa de Luna (provincia de Zaragoza).

Hallábame jugando en una era del ejido del pueblo, cuando tuve la endiablada ocurrencia de apalear a un caballo; el solípedo, algo loco y resabiado, sacudiome formidable coz, que recibí en la frente; caí sin sentido, bañado en sangre, y quedé tan malparado, que me dieron por muerto. La herida fue gravísima; pude, sin embargo, sanar, haciendo pasar a mis padres días de dolorosa inquietud. Fue ésta mi primera travesura; luego veremos que no debía ser la última.

(1) En el Diccionario Geográfico de Madoz hallamos la explicación de esta curiosidad topográfica. El pueblo de Petilla perteneció a la Corona de Aragón, pero en 1209 D. Pedro de Aragón lo empeñó como garantía de deudas contraídas, a D. Sancho el Fuerte de Navarra, y en 1231, no pudiendo pagar sus débitos, D. Jaime I lo cedió definitivamente a la Monarquía navarra.

Capítulo II
Excursión tardía a mi pueblo natal.— La pobreza de mis paisanos.— Un pueblo pobre y aislado que parece símbolo de España

Aun cuando trunque y altere el buen orden de la narración, diré ahora algo de mi aldea natal, que, conforme dejo apuntado, abandoné a los dos años de edad. De mi pueblo, por tanto, no guardo recuerdo alguno. Además mis relaciones ulteriores con el nativo lugar no han sido parte a subsanar esta ignorancia, puesto que se han reducido solamente a solicitar, recibir y pagar serie inacabable de fées de bautismo. Carezco, pues, de patria chica bien precisada (en virtud de la singularidad ya mentada de pertenecer Petilla a Navarra, no obstante estar enclavada en Aragón). Contrariedad desagradable de haberme dado el naipe por la política; pero ventaja para mis sentimientos patrióticos, que han podido correr más libremente por el ancho y generoso cauce de la España plena.

Así y todo, y después de confesar que mi amor por la patria grande supera, con mucho, al que profeso a la patria chica, he sentido más de una vez vehementes deseos de conocer la aldehuela humilde donde nací. Deploro no haber visto la luz en una gran ciudad, adornada de monumentos grandiosos e ilustrada por genios; pero yo no pude escoger, y debí contentarme con mi villorrio triste y humilde, el cual tendrá siempre para mí el supremo prestigio de haber sido el teatro de mis primeros vagidos y la decoración austera con que la Naturaleza hirió mi retina virgen y desentumeció mi cerebro.

Impulsado, pues, por tan naturales sentimientos, emprendí, hace diez y ocho años, cierto viaje a Petilla. Después de determinar cuidadosamente su posición geográfica (que fue arduo trabajo) y de estudiar el enrevesado itinerario (tan escondido y fuera de mano está mi pueblo), púseme en camino. Mi primera etapa fue Jaca; la segunda, Verdún y Tiermas (villa ribereña del Aragón, célebre por sus baños termales), y la tercera y última, Petilla.

Hasta Verdún y Tiermas existe hermosa carretera, que se recorre en los coches que hacen el trayecto de Jaca a Pamplona; pero la ruta de Tiermas a Petilla, larga de tres leguas, es senda de herradura; flanqueada por montes escarpadísimos, cortada y casi borrada del todo, en muchos parajes, por ramblas y barrancos.

Caballero en un mulo, y escoltado por peatón conocedor del país, púseme en camino cierta mañana del mes de agosto. En cuanto dejamos atrás las relativamente verdes riberas del Aragón, aparecióseme la típica, la desolada, la tristísima tierra española. El descuaje sistemático de los bosques había dejado las montañas desnudas de tierra vegetal. Sabido es que en estas tristes comarcas cada aguacero, en vez de ser grata esperanza del agricultor, constituye trágica amenaza. Precisamente dos días antes ocurrió tormenta devastadora. Campos antes fecundos aparecían cubiertos de légamo arcilloso; y la denudación de valles y laderas había convertido ríos y arroyos en barrancos y pedregales.

A medida que me aproximaba a la aldea natal, apoderábase de mí inexplicable melancolía, y que llegó al colmo cuando me hizo escuchar el guía el tañido de la campana, tan extraña a mi oído, como si jamás lo hubiera impresionado.

No dejaba, en efecto, de ser algo singular mi situación sentimental. Al regresar al pueblo natal, todos los hombres saborean anticipadamente el placer de abrazar a camaradas de la infancia y adolescencia; alegra su espíritu el grato recuerdo de comunes placeres y travesuras; todos, en fin, ansían recorrer las calles, la iglesia, la fuente y los alrededores del lugar, en los cuales cada árbol y cada piedra evoca una emoción o un recuerdo agradable. «Yo sólo —me decía— tendré el triste privilegio de hallar a mi llegada por único recibimiento la curiosidad, acaso algo hostil, y la frialdad de los corazones. Nadie me espera, porque nadie me conoce.»

Y sin embargo, me engañaba. El cura y el Ayuntamiento habían barruntado mi visita y me aguardaban en la plaza del pueblo. Y hubo además un episodio conmovedor. Al pie del altozano, coronado por la aldea, cierta anciana, que no tenía la menor noticia de mi excursión, y que se ocupaba en lavar ropa a la vera de un arroyo, volvió de pronto el rostro, dejó su faena y, encarándose conmigo y mirándome de hito en hito, exclamó: «¡Señor!... Si usted no es don Justo en persona, tiene que ser el hijo de don Justo ¡Es milagroso!... ¡La misma cara del padre!... ¡No me lo niegue usted! ¿Vive aún la señora Antonia? ¡Qué buena y qué hermosa era!...»1

Felicité a la pobre anciana por su admirable memoria y excelentes sentimientos, y dejando en sus manos una moneda, continué mi ascensión a Petilla.

Es Petilla uno de los pueblos más pobres y abandonados del alto Aragón, sin carreteras ni caminos vecinales que lo enlacen con las vecinas villas aragonesas de Sos y Uncastillo, ni con la más lejana de Aoiz, cabeza del partido a que pertenece. Sólo sendas ásperas y angostas conducen a la humilde aldehuela, cuyos naturales desconocen el uso de la carreta.

Álzase aquél casi en la cima de enhiesto cerro, estribación de próxima y empinada sierra, derivada a su vez, según noticias recogidas sobre el terreno, de la cordillera de la Peña y de Gratal. El panorama, que hiere los ojos desde el pretil de la iglesia, no puede ser más romántico y a la vez más triste y desolado. Más que asilo de rudos y alegres aldeanos, parece aquello lugar de expiación y de castigo. Según mostramos en el adjunto grabado, una gran montaña, áspera y peñascosa, de pendientes descarnadas y abruptas, llena con su mole casi todo el horizonte; a los pies del gigante y bordeando la estrecha cañada y accidentado sendero que conduce al lugar, corre rumoroso un arroyo nacido en la vecina sierra; los estribos y laderas del monte, única tierra arable de que disponen los petillenses, aparecen, como rayados por infinidad de estrechos campos dispuestos en graderías, trabajosamente defendidos de los aluviones y lluvias torrenciales por robustos contrafuertes y paredones; y allá en la cumbre, como defendiendo la aldea del riguroso cierzo, cierran el horizonte y surgen imponentes colosales peñas a modo de tajantes hoces, especie de murallas ciclópeas surgidas allí a impulso de algún cataclismo geológico. Al amparo de esta defensa natural, reforzada todavía por castillo feudal actualmente en ruinas, se levantan las humildes y pobres casas del lugar, en número de cuarenta a sesenta, cimentadas sobre rocas y separadas por calles irregulares cuyo tránsito dificultan grietas, escalones y regueros abiertos en la peña por el violento rodar de las aguas torrenciales. Al contemplar tan mezquinas casuchas, siéntese honda tristeza. Ni una maceta en las ventanas, ni el más ligero adorno en las fachadas, nada, en fin, que denote algún sentido del arte, alguna aspiración a la comodidad y al confort. Bien se echa de ver, cuando se traspasa el umbral de tan mezquinas viviendas, que los campesinos que las habitan gimen condenados a una existencia dura, sin otra preocupación que la de procurarse, a costa de rudas fatigas, el cotidiano y frugalísimo sustento. Desgraciadamente, no es mi pueblo una excepción de la regla; así viven también, con leves diferencias, la inmensa mayoría de nuestros aldeanos. Su ignorancia es fruto de su pobreza. Para ellos no existen los placeres intelectuales que tan agradable hacen la vida y cuya brevedad compensan.


¡Oh, los heroicos labriegos de nuestras mesetas esteparias!... Amémosles cordialmente. Ellos han hecho el milagro de poblar regiones estériles, de las cuales el orondo francés o el rubicundo y linfático alemán huirían como de peste. Y, de pasada, rechacemos indignados la brutal injusticia con que ciertos escritores franceses, italianos, ingleses y alemanes, y en general los felices habitantes de los países de yerba, desprecian o desdeñan a los amojamados, cenceños, tostados, pero enérgicos pobladores de las austeras mesetas castellanas, extremeña y aragonesa, como si esos humildes labriegos tuvieran la culpa de haber visto la luz bajo un sol de fuego y bajo un cielo implacablemente azul la mitad del año.

Pero arrastrado por mis pensamientos, olvido hablar de la visita a mi pueblo. Diré, pues, que a mi llegada fui recibido con grandes agasajos por el ecónomo, a quien el párroco, residente en otro lugar y sabedor de mi visita, habíame recomendado. Fina y generosa hospitalidad dispensáronme también diversas personas, particularmente algunos ancianos que se acordaban de mi padre, con quien me encontraban sorprendente parecido. Complacíanse todos en mostrarme su buena voluntad y en colmarme de agasajos que yo agradecí cordialmente. Y para hacer agradable mi breve estancia allí, concertáronse algunas jiras campestres. Recuerdo entre ellas: la exploración de las ruinas del vetusto castillo; la jira a los seculares bosques de la vecina sierra, y la visita a modesta ermita, situada a corta distancia del pueblo, tenida en gran devoción, y en cuyas inmediaciones se extiende florido y deleitoso oasis, donde hubimos de reconfortarnos con suculenta y bien servida merienda. Mostráronme, también, la humilde casa en que nací, fábrica ruinosa casi abandonada, albergue hoy de gente pordiosera y trashumante.2 Algunas ancianas del lugar, que se ufanaban bondadosamente de haberme tenido en sus brazos, recordáronme la robustez de mis primeros meses, la incansable laboriosidad de mi madre y las hazañas quirúrgicas y cinegéticas de mi padre, cuya fama de Nemrod duraba todavía.

Al despedirme de los rudos pero honrados montañeses, mis paisanos, oprimióseme el corazón: había satisfecho un anhelo de mi alma, pero llevábame una gran tristeza. Cierta voz secreta me decía que no volvería más por aquellos lugares;que aquella decoración romántica que acarició mis ojos y mi cerebro al abrirse por primera vez al espectáculo del mundo no impresionaría nuevamente mi retina; que aquellas manos de ancianos, enoblecidas con los honrosos callos del trabajo, no volverían a ser estrechadas con efusión entre las mías.


Fuente: http://cvc.cervantes.es/

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